domingo, 28 de noviembre de 2010

Historia a trozos

He encontrado esta historia, que escribí sobre mayo del año pasado. No está conclusa, ni se cómo concluirla, por lo que se atienden sugerencias (a partir de donde diga que las admito, osea, en un tiempo). Cuando la escribí, era la Nada, ahora es el Mundo de las Ideas...no tengo ni puñetera idea de qué es; espero que, como mínimo, no os desagrade.


En aquel lugar no había una clara visión del espacio. En aquella especie de color neutro, no se distinguían las distancias. El suelo, uniforme al resto del lugar, tampoco daba la sensación de serlo:
sentían que pisaban en firme, pero con la extraña sensación de estar flotando. Ningún horizonte se dibujaba a lo lejos. Todo a su alrededor parecía ser luminoso, una luz irradiada por todo a su alrededor, pero este todo era un color neutro y opaco, como helado.
Todas aquellas personas desconocían su paradero, recordaban su última acción antes de llegar a ahí, sus últimos pensamientos, pero ignoraban qué hacían en ese lugar.
Estaban dispuestos en un círculo, con apenas una separación de una persona entre ellos. Se miraban nerviosos, tratando de saber más del otro antes de que la persona que los observaba supiese más de él. No sabían si llevaban minutos mirándose, o tal vez siglos. En aquel desconocido lugar el tiempo parecía aparcar su inexorabilidad, encaprichándose en detenerse. O tal vez la caprichosa era la Dama Negra, que no quería pasar su letal mano sobre aquellas personas confusas, y dejar que estuviesen siglos observándose, sin que su vida se detuviese. Quizás estos dos misterios estuviesen de acuerdo, privándolos de lo único que en realidad posee el hombre, que es el derecho a envejecer y morir.
De repente, uno de los integrantes de aquel círculo, un joven, de apenas unos veinticuatro años, se decidió a abandonar el círculo. Rápidamente se giró y puso un pie unos centímetros hacia adelante; quedó gratamente sorprendido al observar que aquella sensación de consistencia no sólo era en el sitio donde había aparecido. Continuó dando grandes zancadas hacia ninguna parte. Todo era igual en aquel extraño lugar.
Los integrantes del círculo observaban el joven que había tenido la osadía de salir de él: todos se lo habían planteado, pero él había sido el primero en hacerlo. Algunos comenzaron a abandonarlo, caminando solos hacia ninguna parte, como el joven, otros se sentaron, pese a no sentirse cansados, y otros, continuaban de pie, manteniendo su escrutinio sobre los demás.
Sobre el círculo ya sólo quedaban unas cinco personas: un joven de apenas unos diecisiete años, con una cara granujienta tras unas gruesas lentes. Llevaba una camiseta gris y unos vaqueros que le quedaban algo ceñidos. Observaba con unos ojillos húmedos de roedor a la persona que tenía justo delante, un sujeto de mediana edad con abrigo militar guateado. A su izquierda se encontraba una mujer de treinta años, con el pelo rubio. El pelo tenía el aspecto de estar descuidado y seco, y sobre su cara no se observaba ningún maquillaje. A la derecha del muchacho se encontraba un joven vestido con un anticuado traje de chaqueta negro; sobre su rostro, casi femenino, se dejaba caer un pelo lacio y pajizo, que le llegaba hasta el comienzo de la frente, de color porcelana, al igual que el resto de su rostro. Se encontraba sentado, con sus finas manos entrelazadas,y una expresión de melancolía en el rostro.
A la derecha de aquel joven de aspecto afeminado se encontraba un hombre rubio y con los ojos claros. Vestía un uniforme militar de color gris, donde colgaban varias medallas. Tenía una expresión austera, y observaba de reojo a quien tenía a su derecha, lo conocía bien, no a él, si no a los suyos: era un cosaco, el hombre al que miraba el joven de diecisiete años, con su abrigo verde caqui guateado. Este no se fijaba en su derecha, donde se encontraba la mujer, si no a su izquierda, donde también observaba detenidamente al hombre con el uniforme militar de color gris, puesto que también este conocía a los de su calaña: era un boche, un maldito alemán. Esas cinco personas no habían abandonado el círculo, cada una por un motivo propio y personal.
No podría decirse cuánto tiempo habían estado así, puesto que aquel lugar estaba privado de todo.
El joven de diecisiete años sabía porqué el cosaco y el alemán se dirigían miradas de odio; esos uniformes eran claramente de la Segunda Guerra Mundial. Aquellas medallas alemanas exibían la esvástica, en los cuellos negros estaba bordado el símbolo de las SS. En el caso del cosaco, la hebilla dorada con la cruz pentagonal soviética disipaba cualquier duda sobre su procedencia. El joven suspiró, y se quitó las gafas. Por fin le resultaban útiles sus extraños conocimientos sobre esa guerra. Aquellas solitarias tardes delante de una videoconsola daban sus amargos frutos: ¿de qué le servían realmente esos estúpidos conocimientos en aquella extraña dimensión? Probablemente eso fuera estar muerto: lo había anhelado, había odiado su vida, y ahora estaba allí, asustado.

¿Quién le mandaría abrirse las entrañas con aquella katana, regalo de su quinceavo cumpleaños?¿A quién quería imitar en esa patética acción? Su vida le agobiada, abocada al ostracismo y a un rol secundario, asfixiado a una extraña sociedad que le era incomprensible, y que ella no le comprendía. Quizá por eso decidió acabar con su mísera existencia, emulando a los nipones, no llegando mas que a patética parodia de estos.
En estos pensamientos, de sus ojos nacieron lágrimas silenciosas, lágrimas cargadas de pena y sufrimiento, pero ni una de esas lágrimas llevaba arrepentimiento: estaba convencido de que ese fue su mejor final. Ahora sólo le quedaba ver qué hacía allí, qué podría comer, quienes eran esos personajes, si ese estado iba a ser eterno, qué era la eternidad...
La mujer, observando a aquel joven sollozar como un chiquillo, sintió el instinto de ir a consolarlo. Antes de aquel estado, de encontrarse en aquel lugar, era madre primeriza de un bebé, de apenas unos meses. Allí estaba, bañándolo, pasando sus manos sobre su suave cuerpo. Esos recuerdos la desmoronaron, y rompió a llorar con un desconsolado llanto.
A todo esto, el joven del traje anticuado no había experimentado ningún cambio: seguía sentado, con las manos entrelazadas, mirando a la nada. Los dos soldados ya mostraban claramente sus hostilidades: se habían sentado el uno frente al otro, mirándose abiertamente con odio en los ojos. Era un odio que pasaba a ser tangible, un odio superlativo, inusitado entre dos hombres que no se conocen, el odio que la guerra genera. El alemán se levantó, como deseando salir de allí, pero el cosaco, como adelantando sus movimientos, lo cogió del brazo, gritando:
-No voy a dejarte suelto, fritz.
Era la primera frase que se decía entre los integrantes de aquel círculo, y probablemente lo primero que se oía en ese extraño lugar. Lo más sorprendente fue que todos lo entendieron: ni los dos jóvenes, ni la mujer ni el alemán sabían ruso. Y acababan de entender a aquel ruso. En ese instante se dejaron claras muchas cosas. Pero aquel embrujo fue roto por el alemán, que con un aspaviento, retiró el brazo, zafándose del ruso, y respondió:
-No te importa, iván, adonde vaya.
Esto fue comprendido por el ruso, por lo que quedó patente entre los asistentes que allí todos se entendían o bien todos hablaban igual. Pero la conversación no cesó:
-¿Adónde quieres ir, alemán? No estamos en ningún sitio.
-A algún lugar conducirá ir en linea recta-dijo con una sonrisa irónica.- Además, si tengo que morir no quiero que sea al lado de un bolchevique.
-¿No estamos todos muertos?-preguntó el joven granujiento.-Yo estoy aquí al menos por eso. Tengo que estar muerto.
-Niño, si estuviera muerto, tendría aquí a varios de mis camaradas. En una guerra muere mucha gente.-dijo el ruso-es imposible que hayamos muerto.

El alemán se quedó pensativo. Obviamente tenía que estar muerto. Ningún hombre que se mete el cañón de su pistola en la boca y dispara sobrevive. Y él lo había hecho. Aquel chaval, de aire estúpido, podría tener razón. Eso sería estar muerto. Estaba claro que había logrado su objetivo. No había caído prisionero de los rusos, no había rendido a su compañía, había luchado hasta el final. Su tierra había bebido su sangre, derramada por él mismo, antes que por los rusos, los sionistas del Este. El ruso sacó de sus tribulaciones al alemán.
-¿Tú, muerto? Tienes pinta de ir a un colegio secundario. ¿Por qué ibas a morir? No tienes pinta de haber luchado en una guerra, ni...
-Me suicidé-y bajó la cabeza.
-Un joven de tu edad no puede suicidarse. Por favor...-se volvió al alemán-y tú no te mueves de aquí. Te lo impediré, aunque tenga que...
-¿Morir?¿Vas a matarme en la muerte?-dijo el alemán.

1 comentario:

Agustín dijo...

Pero esto que es??!! El relato más extravagante que jamás haya leido!!, te has esmerado y has conseguido que tu cerebro desarrolle una historia de alucine total, algo más alla de lo normal, algo 'diferente'.

Aún asi, me has dejado sin palabras...

saludos